– Si no eran alucinaciones, explíqueme de qué se trataba.
– Lo ignoro. Esos síntomas, por lo que sé, son desconocidos en el mundo médico. Tenía que hacerle una resonancia magnética de su cerebro en actividad. Tal vez había una disfunción orgánica real, en la corteza visual o en el quiasma óptico, es decir, la conexión de los nervios ópticos en el encéfalo. Los neurólogos ya han detectado problemas como las hemianopsias, en las que el paciente sólo ve, por ejemplo, la mitad de las imágenes, pero nunca un caso semejante.
– ¿No se le ha hecho autopsia?
– Por desgracia, no. El suicidio era incontestable. Y, como sabrá, las reglas son algo diferentes en prisión. Carnot había sido condenado a treinta años, veinticinco de ellos de obligado cumplimiento. Ya no existía. En cuanto a sus padres adoptivos… No reclamaron una investigación.
Cogió un papel e hizo un dibujo.
– El ojo funciona como una lentilla. La imagen del mundo real que llega a la retina está invertida. A continuación, es el cerebro, principalmente en la corteza visual el que se encarga de restablecerla del derecho, en el sentido de la gravedad. Cabe suponer que el cerebro de Carnot presentaba una disfunción neurológica real en esa zona, que habría comenzado de forma imperceptible hace algo más de un año.
– Así pues, antes de que atacara a mis hijas.
– En efecto. Decía que había dibujado al revés sobre papeles antes de actuar. Pero una hoja, como puede imaginar, se puede girar, y por eso es difícil saber si decía la verdad. También hay que decir que estas últimas semanas sus crisis habían empeorado de manera exponencial.
– Y esas… inversiones de las imágenes, ¿podrían de una u otra manera tener relación con sus actos de violencia? ¿Con su barbarie?
Devotte parecía sopesar cada una de las palabras que pronunciaba.
– Conoce el pasado de Carnot como yo, me imagino. Unos padres adoptivos que lo querían, ambos católicos. Un chiquillo que tuvo una infancia de lo más normal. Un estudiante mediocre pero poco problemático. Sin antecedentes psiquiátricos, pocas peleas. En vista de su estatura, de todas formas, nadie se metía con él. A los trece años ya medía un metro ochenta, era una fuerza de la naturaleza. Como nació de madre anónima, no he tratado de comprobar los antecedentes médicos de su familia biológica. Es el único punto negro del caso. Todo lo que sabemos es que Carnot tenía intolerancia a la lactosa: no podía beber ni una gota de leche, pues le provocaba diarreas y vómitos. No era raro que algunos presos le vertieran algo de leche en su comida, sólo para divertirse y verlo sufrir.
– Que haya sufrido me importa muy poco.
Lucie no lograba relajarse. Se arañaba los muslos con las manos. Seguramente a causa de la cárcel, de aquella atmósfera de muerte y de locura que se expandía por doquier. También ella había investigado el pasado del asesino de su hija. Nacido de madre anónima en Reims el 4 de enero de 1987, adoptado por unos padres de la misma ciudad, creyentes, de unos treinta años en aquel momento, que luego se trasladaron a la región de Poitou por razones profesionales. Cuando tuvo edad de trabajar, Carnot fue contratado como obrero en una fábrica de envases de helado, en Poitiers. Un ser transparente, puntual en el trabajo, al que todo el mundo apreciaba hasta que cometió lo irreparable.
Lucie volvió a la realidad, se mordisqueaba el interior de las mejillas. Cada vez que le venía a la mente el pasado demasiado impoluto de aquel asesino la sacaba de sus casillas. No quería que se atenuara la responsabilidad de Carnot. Incluso muerto, deseaba que cargara con el peso de sus actos y los arrastrara consigo a orillas del infierno.
– Individuos con una tierna infancia pueden convertirse en los más perversos -dijo secamente-. Eso ya se ha demostrado. No hay necesidad de ninguna anomalía en el cerebro ni de antecedentes familiares. Tampoco es necesario haber matado animales de joven. Algunos de esos asesinos son unos buenos vecinos a los que se les daría la comunión sin oírlos en confesión.
– Lo sé perfectamente. Pero en vista del actual estado de las cosas, sólo puedo constatar que Carnot tenía períodos de gran agresividad, al igual que tenía períodos de problemas visuales y de desequilibrios, acompañados de dolores de cabeza. Estos últimos tiempos, los dos aumentaron en la misma proporción. No es imposible que uno estuviera ligado al otro. El cerebro es una máquina compleja de la que aún no conocemos todos sus secretos.
Resignado, cogió un montón de papeles y lo dejó caer como si fuera un ladrillo.
– Todo eso era evidente. Carnot sufría algo que empeoraba cada día, un poco a la manera de un cáncer. Sin duda fuera de la cárcel hubiéramos tenido más pistas y más medios. Sin duda a Carnot se le habría hecho una resonancia magnética y un diagnóstico completo hace ya tiempo. Pero aquí todo va a paso de tortuga por el maldito papeleo y la cruel falta de medios. Y ahora, mi paciente ha muerto.
Lucie se inclinó decididamente sobre la mesa.
– Dígame, mirándome a los ojos: ¿cree que Grégory Carnot pudo cometer esos horrores debido a un problema de su cerebro? ¿Cree que, un año después de ser encarcelado, puede dudarse de su responsabilidad? ¿Cree que los doce jurados que lo juzgaron responsable de sus actos se equivocaron?
El hombre se aclaró la voz. Apartó su mirada de Lucie durante unos segundos, antes de mirarla de nuevo a los ojos.
– No. En aquella época era plenamente consciente de lo que hacía.
Lucie retrocedió en su silla, con una mano en los labios. La respuesta no la satisfacía. La voz era blanda. Carecía de seguridad. Le mentía para no poner en cuestión el veredicto y para que se marchara tranquila. Estaba convencida de ello.
– En aquella época… ¿No lo dirá sólo para tranquilizar mi conciencia? ¿Está seguro?
Comenzó a mover papeles, como si ordenara su mesa de trabajo. Rehuía por todos los medios la mirada de su interlocutora.
– Absolutamente seguro. Se lo digo a usted al igual que se lo he dicho al policía que la ha precedido. Carnot era responsable.
Lucie frunció el ceño.
– ¿Me ha precedido un policía? ¿Cuándo?
– Hará un par de horas. Llegó temprano esta mañana. Un poli de la Criminal, del 36 del Quai des Orfèvres. Tenía cara de no haber dormido desde hace años. Aquí tengo su tarjeta. Bueno, su tarjeta… Si se la puede llamar así. Digamos un pedazo de cartón.
Abrió su cajón y sacó de él un rectángulo blanco, que tendió a Lucie.
Tuvo la sensación de recibir un puñetazo en el vientre.
En la tarjeta, escrito con bolígrafo en diagonal sobre una superficie blanca, figuraba un nombre: Franck Sharko.
– ¿Está bien, señorita Henebelle?
Lucie le devolvió la tarjeta con los dedos temblorosos. Ya no tenía el número de Franck Sharko en su teléfono móvil. Lo había borrado hacía mucho tiempo, a la par que los sentimientos que pudo albergar por el policía. Por lo menos, así lo creía ella. Volver a ver aquel nombre, allí, en aquel momento, tan bruscamente, en semejantes circunstancias…
– ¿De la Criminal? ¿Está seguro?
– Absolutamente.
Un silencio. Lucie aún no podía creerlo.
– ¿Qué quería? ¿Qué ha venido a hacer aquí Franck Sharko?
– ¿Lo conoce?
– Lo conocí.
Una respuesta seca, que impedía cualquier nueva pregunta. El psiquiatra no insistió y respondió:
– Me preguntó por Éva Louts, una estudiante que vino a visitar a Grégory Carnot hará unos diez días. Por lo que me ha dicho el comisario, ha sido asesinada.
En la cabeza de Lucie todo iba muy deprisa. Carnot estaba muerto, pero su espectro rondaba alrededor de ella más que nunca. Pensó en Franck Sharko. Por lo visto, aún ejercía, y había abandonado la OCRVP por la Criminal… ¿Por qué no había dejado aquella mierda de oficio como había dicho antes del secuestro de las gemelas? ¿Por qué una vez más estaba entre tripas y sangre, pateando la calle como si volviera a los orígenes?